Como anunció hace unos días, Oscar, un lector del blog, me ha enviado el relato de su conversión, para que lo publique.
Una cosa que me ha gustado en particular es que es una historia muy simple, sin grandes cosas, pero que manifiesta igual que las “grandes conversiones” que Dios es fiel y que hace milagros en la vida de los que se ponen en sus manos. Como dice el propio Óscar, el Señor le buscó en cada acontecimiento de su vida.
También quiero subrayar la importancia de la fe que transmiten los padres. Es posible que un joven que ha recibido la fe de su familia se aleje de la Iglesia, pero siempre sabrá que puede volver y que Dios le está esperando.
Bruno M, el 20.08.08 a las 2:07 PM
Bruno M, el 20.08.08 a las 2:07 PM
…………………………………………………………................................................................
OSCAR: Desde que tengo recuerdo, mi familia ha estado siempre vinculada a la Iglesia. Ya cuando era muy pequeño, mis padres acudían a misa regularmente los domingos y nosotros, mi hermano mayor y yo, les acompañábamos. En la época en la que mi hermano mayor debía hacer la primera comunión, mis padres atravesaban por una época de enfriamiento progresivo de su Fe. Un día, mi hermano, a la vista de los preparativos del ya próximo sacramento, preguntó a mis padres algo tan sencillo como “¿por qué venimos a la Iglesia?”. Esto les hizo reaccionar y, al no hallar respuesta, se pusieron en manos del párroco, que les invitó a realizar las catequesis de inicio del Camino Neocatecumenal.
Cuento todo esto porque, ya en la historia de Fe de mis padres, veo la llamada que Dios me estaba haciendo. Llamada que se concretaba en la formación que ellos iban a recibir y que a mí me trasmitirían. Más o menos por aquel entonces yo tendría 5 años, por lo que se puede decir que he pasado toda mi historia viviendo la Fe en el Camino Neocatecumenal, dentro de una familia de clase media y con otros dos hermanos varones (el pequeño vendría después).
Se podría decir que toda mi historia es una persecución. Jesucristo, desde mi más tierna infancia me llamaba y buscaba continuamente pero yo me he obstinado siempre en intentar encontrar otros caminos, en marcharme con otros Dioses y en abrazar otros amores. Iba a la Iglesia y a veces entendía algo y a veces no. A veces creía que la comunidad era lo mejor del mundo y a veces pensaba que todo eran tonterías. Siempre tibio. Siempre sintiéndome bueno.
A los 10 años, nació mi hermano pequeño. Mi abuela murió al poco tiempo y mi madre cayó en una depresión. Dejé de ser el pequeño, pasé a ser el segundo hijo y empecé a sentirme desatendido (cosa no cierta, pero en mi egoísmo así lo vivía). Fue el momento en el que empecé a querer ganarme la primogenitura dentro de casa. Llamar la atención, querer que me quisieran… un sentimiento que ya nunca me ha abandonado.
A los 12 años, todos los amigos que tenía en el colegio comenzaron a agredirme, entre otras cosas por el hecho de estar en una comunidad, por ser, digamos, diferente. Me quedé completamente sólo. Era en esta soledad y en esta búsqueda de la primogenitura en donde el Señor me estaba llamando,me estaba buscando y me estaba esperando, pero yo me escapé. Comencé a frecuentar amigos un poco más callejeros y a despilfarrar lo que tenía y lo que afanaba en máquinas y videojuegos.
A los 13 años, hice las catequesis del CN y comencé muy contento a caminar con una comunidad, pero en el fondo mi corazón seguía ansioso buscando quien me quisiera. Comencé a fijarme en que existían las chicas. En todo este tiempo, hasta los 15 años, no me atrevía a hacer grandes barbaridades ya que conocía la doctrina de la Iglesia y la educación que me habían dado mis padres era buena. No me atrevía a cuestionar las reglas establecidas pero no estaba satisfecho. Mi corazón no se colmaba con nada.
A los 16 años, comencé a salir con una chica con la que tuve nueve largos años de noviazgo. Instituto, universidad y primeros años de vida laboral. Cuanto más ponía mi corazón en ella, mas insatisfecho me sentía y más me alejaba de la Iglesia. Mi vida se convirtió en un sometimiento continuo a mis caprichos y a los suyos. Mi proceso madurativo se estancó y comencé a estar cada vez mas harto de la vida. No acudía a la comunidad y cada vez me alejaba mas de todo lo que me daba sentido buscando un amor que no podía colmarme.
Harto de esa situación, comenzó el completo abandono de mí mismo. Me atreví a romper con las normas que había aprendido de mis padres. Comencé a salir más, a beber más y a trasnochar más. Huía de la historia que yo mismo había construido. Hasta el punto de ser infiel a la que era mi novia metiéndome en una tormentosa relación a cuatro bandas.
Hacía lo que quería. Tenía el control. No pasaba nada por romper los tabúes. Creía que podría ser feliz. Hasta que todo saltó por los aires. Me quedé más sólo que nunca. El peso de tantas mentiras era insoportable. Mirar a la cara a los demás era dificilísimo. Mi orgullo estaba por los suelos y no me aguantaba ni a mí mismo. Me compré un piso y me fui a vivir solo. Hasta tal punto busqué alejarme de todos que me hice trabajador autónomo. Pero Cristo me estaba esperando en la soledad.
No se pueden cuantificar las lágrimas que derramé en la soledad de mi casa. La desesperación. La desilusión. El Señor escuchó las oraciones de mi madre (como si de Santa Mónica se tratase), que se daba cuenta de que yo tocaba fondo. Yo nunca había roto del todo con mi comunidad con la que caminaba a trancas y barrancas. De vez en cuando acudía, sobre todo, para criticarles y juzgarles.
Un día escuché que se había organizado un anuncio (para los no neocatecumenales diré que es un encuentro previo a un tiempo litúrgico) para todo el norte de España en mi ciudad. Lo organizaban en un recién estrenado palacio de congresos. Pensé que eso era digno de verse, sobre todo, para ver lo mal que les salía la cosa. Pero el Señor utilizó mi rebeldía para volver a traerme hacia Sí. Durante el anuncio, los catequistas nos invitaron a acudir a un encuentro de jóvenes en Ámsterdam, en mitad del curso, una cosa rápida y mal organizada. En cuanto todos dijeron que era una locura, que no se podía hacer, mi espíritu rebelde se puso en marcha. “¿Una locura decís?, pues si es una locura yo me apunto”.
Aquel encuentro cambió mi vida. Sólo oí una cosa de todo lo que se dijo. Si quería ser feliz tenía que dar mi vida. Desde entonces el objetivo de mi existencia sería conocer como podía hacer para dar mi vida. Porque verdaderamente, la vida de mentira que llevaba no la quería. Si dándola iba a ser feliz, estaba dispuesto a regalársela al primero que pasara.
Poco a poco, con pequeños acontecimientos y mucha vergüenza, volví a afianzarme en la comunidad. Contaba con la inestimable ayuda y cariño de nuestro sacerdote que me hizo descubrir la maravilla del sacramento de la penitencia, de la eucaristía. Sintiendo que mis pecados estaban perdonados, que a pesar de haberme saltado las reglas aún conociéndolas, Dios me amaba infinitamente, que siempre me había estado esperando. El Señor me había golpeado fuerte en el nervio ciático, me había derrotado, y ahora que yo aceptaba que Él y sólo Él era el Fuerte mi vida comenzaba a tener un sentido, una dirección.
Dentro del CN hay un momento en el que la comunidad hace un viaje a la basílica de Loreto para encontrarse con la Madre. Mi otra madre, la de la tierra, cada vez que había intentado hablar conmigo en los tiempos pasados para que no abandonara el Camino y por ende la Iglesia me decía: “Hijo, aguanta al menos hasta ir a Loreto, porque sé que allí la Virgen te espera con una sorpresa”.
Hace dos años, hice el viaje a Loreto con mi comunidad. La noche antes de encaminarnos a la basílica celebramos una eucaristía en Roma, acogidos por una comunidad de un barrio de la periferia. Mi mujer y yo nos conocimos en esa eucaristía, nos enamoramos perdidamente y el Señor bendijo nuestro noviazgo permitiéndonos vivirlo cristianamente y proveyéndonos de todo lo que necesitamos hasta que pudimos casarnos hace casi un año.
Hoy escribo la historia de mi conversión, que es la historia de mi vida, mientras mi mujer (que es lo mejor que me ha pasado nunca), embarazada de nuestro primer hijo prepara la cena. Me emociono al recordar como el Señor me buscó en cada acontecimiento de mi vida, cómo siempre me esperaba en la soledad mas profunda para recordarme cuánto me amaba, cómo en cada fracaso humano se ha mostrado providente y cómo, una vez supe lo que era ser amado de verdad, pude empezar a amar a otros sin esperar nada a cambio.
La conversión es algo paulatino. Un proceso que no acaba nunca. Esto he descubierto hasta ahora, de mí y del Señor. No se si mañana me daré media vuelta y volveré a abandonar a Cristo y a su Iglesia y por eso, cada día, pido a Dios que acreciente mi Fe y que sostenga todas las obras que comienzo y que espero sean en su voluntad.
Fuente: Bruno M, el 20.08.08 a las 2:07 PM infocatolica
web / Historia Vida de Oscar / o.r. 30.11.18